Por Jorge Fernández Menéndez.
Esa fue la idea que movió a los millones de mujeres y hombres que se movilizaron el domingo en París y en varios otros lugares de Francia para condenar los atentados contra el semanario Charlie Hebdo, pero, sobre todo, para reafirmar los principios de libertad, democracia y los derechos de la ciudadanía, algo particularmente relevante en el país que dio al mundo la declaración universal de los derechos humanos.
Los atentados del islamismo radical, de grupos como Al Qaeda o el Estado Islámico buscan sembrar el terror y ejecutar venganzas, pero, por sobre todas las cosas, quieren acabar con esas libertades y esos derechos que constituyen sus peores enemigos. No hay, no puede haber, justificación alguna para este tipo de crímenes, mucho menos la religión. Se trata, simplemente de buscar conservar privilegios, construir o mantener sociedades basadas en la discriminación, la violencia y la intolerancia.
De alguna forma la marcha del domingo significó una reafirmación de la civilización europea, sus derechos, libertades y principios en los que la violencia y la intolerancia simplemente no tienen espacio. Los millones que marcharon lo hicieron acompañados por medio centenar de jefes de Estado o de Gobierno, incluyendo los mandatarios de Israel y de la Autoridad Nacional Palestina. Para nadie hubo dudas: los enemigos de sus países y sus sistemas de vida son claros, están identificados y esa claridad es la que permite la unidad de tantos personajes con intereses en muchas ocasiones divergentes. Es motivo de orgullo y también de optimismo: es, como se ha recordado mucho en estos días, la lucha de la civilización contra la barbarie.
Es motivo de orgullo y optimismo, pero también, en nuestro caso, de profunda insatisfacción. No estamos demasiado lejos de la barbarie planteada por los grupos islamistas. En realidad estamos demasiado cerca. Ellos esgrimen una coartada religiosa que es tan falsa como cualquier fanatismo. En nuestro caso, nuestros criminales ni siquiera tienen que esgrimir algo que vaya más allá de sus propios intereses. Pero los nuestros también decapitan, secuestran, matan, lo hacen con absoluta frialdad y los objetivos son los mismos: exigen impunidad, y quieren sembrar el miedo, el terror, acabar con los mecanismos de respuesta social de una comunidad, un estado, un país.
Como los que actuaron en las Torres Gemelas o ahora en París, así lo hicieron nuestros propios terroristas en Iguala, y lo han hecho una y otra vez en distintos lugares del país, se pueden llamar Guerreros Unidos, Rojos, Zetas o Chapos, pero terminan actuando igual que aquellos que hoy el mundo civilizado repudia.
La pregunta es por qué no existe esa misma condena, de esa misma magnitud, en nuestro caso, porqué no existe una visión conjunta que vaya más allá de los partidos, las ideologías, los gobiernos. El caso Iguala lo demuestra: quiénes son los asesinos en Iguala es claro, las causas, síntoma de la barbarie, también. La intención de politizar hasta caricaturizar el caso, de explotar a familiares hasta llegar a sustituirlos, de no querer aceptar una investigación que muestra con claridad lo sucedido, es como si en Francia en estos días hubiera quienes estuvieran organizando manifestaciones porque no se detectó la actividad de los asesinos del semanario a tiempo, aún sabiendo que eran simpatizantes yihadistas; como si se estuvieran haciendo bloqueos culpando al Elíseo de haber provocado la muerte de los 17 jóvenes o simplemente diciendo que Hollande es el responsable directo de las mismas. Es como si se reclamara que los dibujantes o los clientes del supermercado atacado fueran presentados con vida cuando lamentablemente están muertos.
Todo eso hemos vivido en México en las últimas semanas: por supuesto que la sociedad francesa evaluará lo actuado por sus autoridades y PREMIARÁ o castigará en las próximas elecciones ese desempeño, pero todos tienen claro (hasta el poco presentable Frente Nacional) quiénes son los verdaderos adversarios, contra quienes hay que luchar. En nuestro caso no es así: todos hablan de la violencia, del crimen, pero no quieren enfrentarlo ni se plantea un castigo estricto a quien vulnere las normas. Tenemos a los verdaderos responsables frente a nuestras narices y preferimos ver si la culpa la tuvo Calderón por combatirlos, Peña por no detenerlos a tiempo o el PRD porque Abarca y familia fueron sus candidatos. Todos ellos tendrán que asumir, para bien o para mal, sus responsabilidades políticas por sus decisiones o ausencia de ellas. Pero los enemigos son otros, están identificados, son públicos, actúan muchas veces con la impunidad que le dan los grupos que, de una u otra forma, los solapan o los usan para justificar sus propios crímenes e intereses. Y lo hacen apelando también a la violencia y la intolerancia. No terminamos de comprender que la nuestra es también una lucha de la civilización contra la barbarie.