Por Jorge Fernández Menéndez.
En el 2005 estuve en Colombia analizando el plan que las autoridades de ese país, junto con las de Estados Unidos, habían construido para recuperar el control del mismo, sobre todo de las grandes ciudades y doblegar a los grupos del crimen organizado que habían destrozado, en los años anteriores, el tejido social y la estabilidad colombianas.
Recorrí casi todo el país durante varios días, desde la frontera con Ecuador hasta los puertos del Atlántico, estuve desde las zonas de guerra con las FARC hasta conociendo los depósitos de droga en las zonas serranas cercanas a la costa del Caribe. Muchas cosas fueron impactantes (y están contadas en el libro De los Maras a los Zetas, Grijalbo, 2006, que escribí junto con Víctor Ronquillo), pero en términos humanos pocas cosas me resultaron más interesantes que el esfuerzo realizado por el gobierno colombiano, ya era mandatario Álvaro Uribe, que la búsqueda de algo que, en apariencia, no tenía relación alguna con el combate al narcotráfico o la guerrilla: la de la justicia cotidiana.
En esos días visité en Bogotá algunos centros que se habían establecido en las colonias de la capital con mayores índices criminales, y que tenían por objeto nuclear, en un mismo edificio, desde las policías hasta el registro civil y, sobre todo, lo que serían nuestros equivalentes de ministerios públicos y juzgados, particularmente, para casos relacionados con lo civil, lo familiar y también lo penal. La idea es que la gente se alejara de las pandillas y los cárteles (también de la guerrilla) recuperando la confianza y la seguridad en la justicia. Para eso había que solucionar los temas con rapidez, en un solo lugar, donde la señora que no recibía la pensión alimenticia para su hijo, por ejemplo, pudiera ser atendida por un juez que solucionara inmediatamente el caso; que su vecina que había sido golpeada recibiera protección y asistencia (y también justicia); o donde podían llevar a sus hijos con problemas de adicciones, que ahí eran atendidos de emergencia y luego canalizados a distintos centros. Y ahí se podía llegar para pedir un permiso o un acta de nacimiento o para denunciar una extorsión.
Esas instalaciones comunes donde se concentraban todas las instancias de justicia locales, lo mismo que aquellas oficinas relacionadas con la SALUD y la política social, fueron claves en la recuperación de ciudades como Bogotá, Cali y Medellín, hasta entonces en manos del crimen organizado. Claro que, al mismo tiempo, hubo acciones muy duras en contra de los grupos criminales. Pero lograr que la gente recuperara la confianza —en que su problema familiar, laboral, vecinal, era más fácil, más sencillo y más barato hacerlo ante la justicia que teniendo que entregarse a grupos criminales para aplicar su versión de la misma— fue clave para recuperar las ciudades, la gobernabilidad y la confianza social.
Ayer un grupo de instituciones académicas y sociales, encabezadas por el CIDE y, entre otras, el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, entregaron al gobierno federal 217 recomendaciones para mejorar ese capítulo olvidado, como lo calificó el propio presidente Peña, que es la justicia cotidiana en el país.
En estos días, muchos hemos estado muy atentos a la situación de Alondra, esa joven de 14 años que una juez, ante un pedido de la Interpol, decidió enviar a Houston con quien, se suponía, era su madre biológica sin tomar en cuenta los reclamos y las pruebas presentadas por sus padres. Una prueba de ADN realizada en Houston permitió que Alondra regresara con sus verdaderos padres. Pero, ¿cuántos miles de casos similares, sin esa publicidad y repercusión existen cotidianamente en México?, ¿cuántos jueces presionados o cooptados por abogados corruptos hacen todo tipo de trampas para que la parte más fuerte de la pareja se quede con los hijos o, simplemente, para despojar de ellos a la expareja, muchas veces como simple venganza? La lista de este tipo de historias podría continuar indefinidamente. Como se dijo ayer en el evento organizado en el museo de Antropología, el 87 por ciento de los casos que analiza día con día la justicia no son penales: son civiles, laborales, comerciales, familiares, y ése es el eslabón más débil de toda la cadena.
Trabajar para recuperar la confianza en esa justicia de todos los días es clave para recobrar la fe en las autoridades y en la justicia en general, pero también para luchar, como lo hicieron en Colombia, contra los grupos criminales y las pandillas, para abatir la extorsión, el pago de piso, el robo y el secuestro. Para eso hay que hacer a la justicia mucho más cercana a la gente, más eficiente y menos vulnerable ante intereses particulares. Y para eso es imprescindible, sobre todo, terminar de implementar con velocidad y eficacia, el nuevo sistema de justicia oral. Allí estará el verdadero cambio.