Ana Maria, una mujer de 50 años, nunca imaginó que viviría en una tienda de campaña. Pero la realidad de la crisis de vivienda en Portugal la ha obligado, junto con otras familias, a hacerlo. Llegó desde Brasil hace 20 años buscando un mejor futuro en el país europeo, pero la gentrificación y los altos precios de alquiler la han dejado sin hogar.
A solo 20 kilómetros de la capital, Lisboa, en un pinar en Carcavelos, está el campamento donde Ana Maria y su marido han encontrado refugio. La historia de esta familia es la historia de muchos que, a pesar de trabajar, no pueden pagar un alquiler en una ciudad donde los precios de las viviendas se han disparado un 94% entre 2015 y 2022.
El dilema de la vivienda no solo afecta a Ana Maria. El paisaje está cambiando en Portugal. Por un lado, los pisos turísticos y los inversores extranjeros están invadiendo Lisboa, y por el otro, los residentes habituales se ven obligados a abandonar sus hogares y su ciudad. Un pequeño estudio en la capital ya cuesta más de 1.000 euros por mes, una cifra lejana para muchos, considerando que el salario mínimo está en 760 euros y el medio en 1.288 euros.
Mientras Ana Maria cuenta sus días en el campamento, a pocos metros, se oye la algarabía de la playa y las risas de los estudiantes del colegio privado cercano, uno de los más caros del país. Esta contrastante realidad es el reflejo de una crisis que el Gobierno intenta resolver con medidas que, hasta ahora, parecen insuficientes y hasta irrealistas.
Al final del día, lo único que Ana Maria y muchos otros quieren es tener un hogar donde vivir. Mientras tanto, el movimiento «Casa para viver» organiza manifestaciones en busca de ese derecho fundamental: una vivienda digna. Porque, como bien resalta el lema de la protesta, todos merecen una «casa para vivir».